Guadalajara es una ciudad de muchos contrastes. Todas las grandes urbes tienen marcadas diferencias en cuanto a la dinámica social y el comportamiento de sus habitantes, pero La Perla Tapatía es singular en este aspecto porque ahí convergen personas del sector rural que llevan costumbres muy arraigadas que chocan con los citadinos de cuna que aspiran a romper con paradigmas y a imitar la cultura de otras ciudades cosmopolitas.
La segunda metrópoli más importante de México lidia en estos momentos con un choque de valores tan heterogéneos que no podríamos englobarlos en dos o tres categorías. Es el mismo dilema que en menor escala se observa en nuestros pequeños pueblos.
Ponemos como ejemplo a Guadalajara, porque en nuestra más reciente visita – ayer – pudimos ver esta disparidad de conductas que curiosamente confluyen en una de las vías de transporte más usadas: el Tren Ligero. Seguramente por nuestra condición de visitante, nos es más curioso el observar este diapasón de personalidades que se embotellan en un vagón.
En el tranvía va el anciano que se adaptó a una cultura extraña y que en su corazón añora las épocas donde había menos confort pero cuyos valores le daban un sentido de pertenencia a la sociedad. El abuelo no entiende a las dos jóvenes que van a su lado; una de las cuales, la de pantalón entallado con blusa blanca, lleva rato hablando pestes de su papá porque ya no puede pagar a su médico de cabecera y quiere que su familia contrate el seguro social para alivianar la carga. La hija malcriada además reniega de las visitas de su papá y se nota que, sin tener mucho dinero, se da ínfulas de una señorita de clase alta.
El viejo también mira a un par de mujeres tomadas de la mano y con porte masculino. Una de ellas de mirada muy noble se angustia cuando pasa por su lado una vanidosa mujer que le pide que quite su bolsa para poder pasar. La chica cree estar bien arreglada, luce un cuerpo escultural, de modelo; se sabe bella y educada, pero su blusa negra saturada de luces, el maquillaje y las pestañas notoriamente postizas la delatan. Una más que aspira a ser lo que otras.
En un metro cuadrado van varios tipos. Uno de ellos con traje y corbata denota seriedad y formalidad. Se ve que ha estudiado mucho para trabajar; sólo eso. Otros tantos más están estudiando; llevan mochila, cuadernos y sus infaltables audífonos. Uno de ellos recibe una llamada y parece que se quiere tragar el celular a besos. El diálogo es muy entretenido.
Podríamos seguir con las señoras del mandado, los vagos y malvivientes, los nerds, las chicas sexis y coquetas, el montón de enfermos, los graciosos, yo… pero aún faltan aquellos que no usan el Tren Ligero porque su estilo de vida es más refinado y por lo tanto concurren en otro tipo de lugares. En un restaurante reconocido, por ejemplo, había dos señoras que hablaban de sus próximos viajes al extranjero, concretamente a Estados Unidos. Y no es que pongamos en duda la internacionalización de las damas, pero parecía que entre Europa y nuestro vecino país, es más bonito México.
Desde hace décadas la globalización nos inspira a conocer cosas nuevas. En esta tentación de libertad absoluta estamos aferrándonos a mantener cosas del pasado, pero por otra, a despreciarlas. Esta multiculturalidad nos enriquece y empobrece, todo depende del ángulo que lo veamos y de la forma en cómo la aprovechamos.
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