“Mis padres murieron cuando yo era chico”, dijo en una ocasión un prominente hombre de negocios. Omar guardó silencio; y yo reflexioné por un momento: “No, sus padres no han fallecido; seguro deben andar rondando por aquí, dotándolo de sabiduría y fortificando su filantropía”.
La bondad y generosidad de este “prójimo”, debo decir, me dejaron pasmado; e incluso estuve a punto de soltar una lágrima. Traté de disimular mi emoción cogiendo uno de los libros que le había regalado a mi hijo.
Fue un intercambio de palabras de 30 minutos a lo sumo; pero ese lapso me sirvió para comprender muchas cosas.
Aprendí que nuestra vida siempre está en constante movimiento; y que aunque nos parezca que todos los días son iguales, la realidad es que no es así.
Pudo ser que ayer te hayas levantado con el pie izquierdo, pero hoy lo hiciste con el pie derecho… El simple cambio te hace ver que este día no es igual que el de ayer.
Y es cierto, todo el tiempo vivimos quejándonos de situaciones, que a fin de cuentas prevalecen por tiempo indefinido en nuestra vida, porque no hemos decidido cortar de raíz eso que sabemos que nos perjudica o nos hace mal, siempre le buscamos el ¿Por qué?
Los tan utilizados ¿Por qués? nunca dejarán de existir en nuestro día a día, ya que sin estos no le encontramos explicaciones a nuestros actos o lo que nos acontece en nuestro diario vivir.
A veces perdemos nuestra espontaneidad, porque todo el tiempo tenemos que buscarle una razón a lo que hacemos, ya que simplemente el hecho de hacerlo porque sí, no nos basta.
Una vida llena de ¿Por qués? se convierte en un cárcel, porque poco a poco vamos reprimiendo nuestra forma de ser, nuestros sentimientos.
La conversación con este hombre me hizo recordar también a Agatha Christie, pues “aprendí que no se puede dar marcha atrás; que la esencia de la vida es ir hacia adelante; y que la vida en realidad es una calle de sentido único”.
Supe que la generosidad puede fácilmente llevarse de la mano si eres pobre o eres rico. No importa.
Supe que puedes sembrar la esperanza en una familia con acciones sencillas pero de profundo valor altruista.
Me di cuenta que si quiero retener el sol y gozar de su luz maravillosa, tengo que abrir los ojos y contemplar mi entorno, porque si los cierro para retener la luz que ya alcancé, corro el riesgo de quedarme a oscuras.
Aprendí que puedes hacer feliz a una familia regalándole un libro, una cobija, o incluso una lámpara de mano recargable. ¡He aprendido muchas cosas!
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