
Francisco Javier Nieves Aguilar
Aquella vez supuse que el estado de salud de mi amigo Rubén Rivas no era el óptimo. Su cuerpo enflaquecido me hizo pensar que algo andaba mal en él.
Fue la última vez que lo vi. Habíamos coincidido en el salón de eventos María Magdalena, en Tepic, durante el festejo que el gobierno del estado organizó por el día de la libertad de expresión.
“¿Qué pasó, Nieves?”, me dijo, extendiendo sus brazos. El saludo fue muy efusivo. No fueron muchas las veces que pudimos conversar, pero compartíamos muchos puntos de vista.
Abordábamos diversos temas; sin embargo no hubo una sola ocasión que no preguntara por la salud de mi familia; especialmente sobre los problemas renales de Omar, mi hijo mayor.
Rubén siguió todo el proceso de Omar, desde que se le detectó la enfermedad, hasta el trasplante, pasando por supuesto por sus sesiones de hemodiálisis. “¿Cómo está tu hijo?”, me inquiría siempre. Yo notaba su preocupación por la salud de Omar.
Con frecuencia lo avistaba en el “Diligencias” acompañado de sus entrañables amigos, Héctor Gamboa y el doctor Arturo Camarena, periodistas de cepa.
Por cierto, fue por medio del doctor Camarena cómo Omar y yo pudimos conocer su obra “Trazas, trazos y trozos de una azarosa existencia”, cuyo libro recoge interesantes aportaciones periodísticas plasmadas en su columna “Reflexionando”.
A través de sus textos conocimos parte de su trayectoria familiar, laboral y profesional. Así supe de sus incontables sucesos, trampas y traiciones donde incluso se puso en riesgo su vida.
Rubén Rivas, con estoicismo logró sortear muchas contingencias; pero la muerte es la muerte y… finalmente sucumbió.
Su entereza me hizo recordar aquella parábola de un monje budista que afrontó la muerte con suma ecuanimidad.
El citado monje tenía siempre una taza de té al lado de su cama. Por la noche, antes de acostarse, la ponía boca abajo y, por la mañana, le daba la vuelta.
Cuando un novicio le preguntó perplejo acerca de esa costumbre, el monje explicó que cada noche vaciaba simbólicamente la taza de la vida, como signo de aceptación de su propia mortalidad.
El ritual le recordaba que aquel día había hecho cuanto debía y que, por tanto, estaba preparado en el caso de que le sorprendiera la muerte. Y cada mañana ponía la taza boca arriba para aceptar el obsequio de un nuevo día.
El monje vivía la vida día a día, reconociendo cada amanecer que constituía un regalo maravilloso, pero también estaba preparado para abandonar esté mundo al final de cada jornada”…
La percepción filosófica de este Monje la comparo con la de mi amigo Rubén Rivas García; porque él se había preparado desde antes para la muerte, ¡DESCANSE EN PAZ.























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