“¡Señor, señor; no puede usted limpiar carros aquí!”; fueron estas las palabras que, con voz autoritaria emitió la robusta mujer que despacha en la gasolinera de Ahuacatlán.
La exclamación sonó más bien como a orden y fueron dirigidas a un humilde hombre que trataba de ganarse algunos pesos limpiando parabrisas de los autos que llegaban a cargar combustible.
De casi 80 años de edad, el aludido se limitó a agachar la cabeza, apenado con el que esto escribe. Trató de hacerle entender a la dama que él solamente quería obtener algunos recursos para comer y llevar unos pesos a su casa, pero sus súplicas no tuvieron eco y prácticamente fue corrido de ese espacio, optando por sentarse al pie del Oxxo, visiblemente acongojado.
La mujer, en tanto, continuó con sus labores como despachadora de combustible, pero al mismo tiempo ella misma limpiaba los parabrisas de los autos, obviamente con el interés de ser recompensada y ganarse un dinero extra.
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En este caso no se cuestiona el hecho de que la citada dama intente obtener otros pesos independientes de su sueldo; pero lo que no es ni ético, ni humano, mucho menos misericordioso, tratar a un pobre hombre de esa manera que incluso raya en lo humillante.
El octogenario simplemente trataba de obtener algunos pesos para seguir sobreviviendo y quizás miró en ese espacio —es decir, en la gasolinera— la forma de obtenerlos limpiando parabrisas, dado que sus facultades físicas ya están mermadas.
Nunca se imaginó que sería corrido de esa manera, digamos, vergonzosa y humillante. Por eso, al ser testigo de esa escena sentí una mezcla de impotencia y de coraje, al tiempo que reflexionaba: ¡Qué triste es llegar a viejo y no tener las fuerzas para seguir siendo útil en la vida! ¿Por qué son así?
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