Omar G. Nieves
Tuve el privilegio de estudiar en una universidad heterogénea donde convergimos jóvenes de diferente nivel socioeconómico. Ahí encontré amigos que hoy realizan sus especialidades y posgrados en el extranjero, compañeros a los que la mayoría de la División de Estudios Jurídicos veía con admiración y respeto, incluyendo profesores y directivos. Es curioso que en cada mención les siga recordando en una clase de derecho romano, pues fue precisamente en esa asignatura cuando el grupo quedó dividido entre “patricios” y “plebeyos”.
Los plebeyos eran mis otros amigos, los que de vez en cuando me los encuentro en algún café de Guadalajara, en los corredores de los Juzgados Civiles, o en la Feria Internacional del Libro. Unos pocos también me los he topado en la biblioteca del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades; no dejan de sacar libros y más libros que leen incesantemente.
Patricios y plebeyos manteníamos buenas relaciones. En ambos grupos había gente destacada en el estudio; aunque siempre hubo plebeyos mejor preparados, con mayor nivel intelectual.
Lo que llama la atención es cómo el dinero sigue siendo un factor muy importante en el éxito profesional de las personas. Mientras que los patricios viajan al extranjero y regresan a su tierra para ocupar los mejores trabajos, los plebeyos – a veces con mayor capacidad – se quedan estancados por ese elemento del que carecen por ser hijos de proletarios.
No, el pasar por una universidad no te garantiza ni el conocimiento ni la comodidad; aunque sí se eleven las expectativas de vida, de enfrentar las adversidades con actitud y aptitud, como lo dijo ayer el gobernador al poner la primera piedra del Tecnológico del Sur.
Un amigo de los que hoy estudian en Europa me decía que el pobre podía ser más feliz sin tanta instrucción, y ponía de ejemplo a un aldeano que nunca sale de su pueblo, que no conoce ni se entera de los avances tecnológicos, ni del desarrollo urbanístico de otras ciudades, el confort de las residencias, y de todas las desigualdades y contradicciones sociales que imperan en el mundo; ese hombre humilde, decía, es más feliz así, que nosotros que sabemos todo eso.
Y continuaba explicando: “Nosotros que sabemos las injusticias del sistema capitalista – y él era ‘patricio’ – vivimos luchando toda la vida por cambiarlo”. Y luego me preguntaba: ¿Haz oído hablar de cómo son las ciudades europeas; de cómo es Paris, Suiza o Berlín? Sí, respondía. – “¿Y cuándo tendrás la oportunidad de viajar allá, de vivir allá o de que tu pueblo sea como aquellas ciudades?”.
Como esa tuve muchas conversaciones, donde con una retórica muy sutil mis amigos pudientes primero reconocían la iniquidad del sistema, pero a su vez te ponían a reflexionar que era mejor conformarse con lo que tenía.
En honor a la verdad debo admitir que sus planteamientos eran bien intencionados, pero jamás los compartí. Aunque es cierto que sí despierta mi interés el progreso de otros países, nunca he ambicionado otra cosa que el vivir en una sociedad equitativa, que no igualitaria. La equidad está ligada al comunismo, la igualdad a los estados paternalistas, al capitalismo protector.
Lo que los patricios quieren es que vivamos satisfechos con lo que tenemos, pero no toman en cuenta que ni siquiera ellos son conformes con lo que tienen, porque si así fuera, no aspirarían a más. Eso es lo que provoca una competencia voraz, depredadora, salvaje, inhumana.
Por otra parte, la felicidad nada tiene que ver con los bienes. Hasta un limosnero tiene sus ratos de felicidad, cuando el transeúnte le deja una moneda de 10 pesos. Pero no nos engañemos: nadie que se diga humano puede tener lo que le quita a otro de manera ilegítima; y no hablo de narcotráfico, porque eso es asunto ilegal. No, yo hablo de explotación laboral.
Se trata de ser equitativos, de darle a cada quien lo que le corresponde. No de ser iguales o tener lo mismo. Sino lisa y llanamente de darle a cada quien según su trabajo, a cada quien según su mérito.
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