Era de raza fina, una Bull Terrier Puppy, de esos perros que tienen la cabeza como los Tapir. Una prima me la regaló cuando apenas era un cachorro y aún no podía caminar. Había qué arrimarla y acomodarla al sartén de la leche para que bebiera porque ella sola no lo podía hacer.
Todas las noches lloraba en el corral y sus lastimeros gañidos me contagiaban su sufrimiento y no me dejaban conciliar el sueño; mejor me salía a reconfortarla un rato. Sin embargo, nunca lograba que se tranquilizara y en cuanto me metía a la casa empezaba a llorar otra vez. Había ocasiones en que mejor me la llevaba conmigo y entonces sí roncaba y se dormía con la pata tirante a mis pies.
Su suave y liso pelaje era de un matiz del ocre: amarillo pardo; y cuando la bañaba el sol resplandecía en ella en chispeantes destellos que hacían que me sintiera orgulloso de tener una mascota muy hermosa y muy especial también. Se me hacía tan bonita, a tal grado de que no le podía encontrar un nombre adecuado que satisficiera a la perfección lo que dichosamente representaba para mí; y me sumergí en ese dilema de buscarle nombre pensando que tenía todo el tiempo del mundo para encontrarle el mejor.
Siempre andaba alerta por si acaso se me venía alguno a la mente; hasta que un día, al no dar con ninguno en especial me propuse a encontrarle uno que abarcara toda la amalgama de sensaciones que yo percibía en ella, y así de ese modo de pronto se me ocurrió ponerle “Aura”. Me fui al diccionario a buscar el significado de esa palabra que había aterrizado en mi mente y concluí que satisfacía todos los requerimientos que mi cerebro con tanta energía andaba buscando: “Halo que rodea a ciertos seres vivos; percepción que irradia una cosa; brisa suave y agradable; atmósfera espiritual que rodea algo o alguien”, eran algunos de los conceptos que me daba el viejo y pequeño Larousse que había usado en la Prepa.
A los dos meses la empecé a sacar. Dábamos vueltas alrededor de la casa sin alejarnos tanto porque se cansaba y luego empezaba a llorar. Lo más lejos que nos retirábamos era a la falda del cerrito de Cristo Rey y también hasta donde se encontraba el campo de fútbol de la colonia López Portillo.
Pronto pasó el tiempo y a los seis meses “Aura” ya andaba conmigo para todos lados. Nos íbamos a “El tizate” y pasábamos el río grande por el puente y nos adentrábamos en aquel camino viejo que serpenteaba por los barbechos y trastumbaba más allá de los cerros con rumbo a Plan de Barrancas. Tampoco nos retirábamos tanto de las márgenes del río, porque a “Aura” le encantaba nadar.
Le gustaba que la lanzara a las charcas, y cuando salía entre chapoteos y aspavientos se sacudía muy cerca de mí, como si con ello gozara salpicándome con las gotas de agua que se desprendían de su zarandeada piel. Yo me reía de ella porque se le erizaban los pelos como los de un puerco espín. Después de eso corría adelante, saltando aquí y allá de una forma inquieta y vivaz por los senderos estrechos que existían alrededor del camino.
Olfateaba todo lo que se encontraba a su paso. Se entretenía una eternidad en un simple zacatillo, quizá leyendo con su nariz los antecedentes y la historia de todos los seres vivos que habían dejado alguna huella en la breve vida de aquella insignificante planta en la que los primeros abrojos se empezaban a vislumbrar anunciando que la temporada de secas ya estaba a la vuelta de la esquina.
Cuando se detenía de esa forma me impacientaba y entonces le lanzaba un silbido. Al instante reaccionaba en un reparo y corría hacia mí como si la jalara con una cuerda. Luego se adentraba otra vez por el camino provocando estampidas de lagartijas y chapulines que no querían saber nada de aquel ser inquieto que respondía al nombre de “Aura”.
Cuando nos sobraba tiempo bajábamos a “Las tinajas”. Yo tenía la costumbre de frecuentarlas desde siempre y me traían muchos recuerdos. Entonces me sentaba a pasar revista de todo lo que había vivido en aquel río, desde que mis padres nos llevaban a bañar a mis hermanas y a mí cuando éramos niños.
Pasaban por mi mente también aquellos momentos cuando mis amigos y yo nos asoleábamos encima de las rocas como lo hacen las iguanas. Hacíamos eso mientras se ponían a punto los elotes que teníamos asando en una zorrasca.
Solíamos echarnos clavados de la piedra que le decíamos “la mesita”, a la que teníamos que llegar brincando por encima del chorro de la cascada y luego escalar el flanco de la pequeña ladera por el lado derecho del cauce del río. El rugido que salía del chorro hacía que nos comunicáramos a gritos, y ni aún así llegábamos a entendernos. En cambio la barahúnda que hacíamos era la misma que hacen los monos cuando de manera conjunta aúllan y arman un relajo.
Aquellas rocas también me ponían a reflexionar en el sentido de que el tiempo pasa muy rápido y me decían lo insignificante que era mi vida comparada ante los millones de años que tenían ellas en ese lugar de la tierra al que quiero y querré siempre mientras viva.
Para todo esto “Aura” se quedaba de una pieza mirándome con atención, sin despegarme la vista para nada, como si estuviera yo degustando de un taco de recuerdos que tuvieran que ver con la chupada de algunos huesos; o como si quisiera e intentara al mismo tiempo encontrar algún reducto por dónde introducirse en mí para darse cuenta de la causa que mantenía a mi ser en ese grado de concentración parecido al que prevalece en un monje del Tíbet cuando entra en el máximo nivel de meditación y relajamiento al que ellos llaman Nirvana.
A veces nos descolgábamos hasta “La presa” y con el espíritu rejuvenecido caminábamos río abajo por los linderos de los potreros y salíamos hasta “El puente viejo” donde nos deteníamos otro rato a divisar hacia abajo toda esa parte donde antaño casi todas las señoras de Ixtlán lavaban su ropa y la colgaban en los jarales y demás arbustos que se encontraban en las cercas de las márgenes del río.
Entonces nos introducíamos a Ixtlán por la Rayón y dábamos vuelta por la Morelos. Así llegábamos a la Guzmán donde habíamos vivido por un tiempo. Recordaba más cosas de mi niñez; todas tristes, y mejor apresurábamos el paso y salíamos de allí casi corriendo. Entonces con un paso nuevo agarrábamos por la Calle Real con rumbo a la escalinata y tomábamos la calle que corre por toda la falda del cerrito de Cristo Rey, la que nos ponía en la esquina de la casa.
“Aura” llegaba cansada y se despatarraba en el corral y ya no se levantaba hasta otro día. Yo andaba contento con mi perra porque ya tenía a alguien que me acompañara a donde sea que iba. No me sentía solo y las distancias se me hacían pequeñas con su compañía. Y recuerdo también que por esos días fuimos hasta las antenas de El “Pando”. Entonces recorrimos el Río Chiquito vertiente arriba hasta que llegamos a “La barranquita”. De ahí nos fuimos ladereando por medio cerro. Así llegamos al ojo de agua que estaba al pie de una centenaria higuera. Ese ojo de agua estaba protegido en el interior de un pequeño cuartito del que salía un tubo que llevaba el agua a Ixtlán.
Tomamos agua ahí porque la puerta se abría. Yo le di el agua en mis manos a “Aura”. Después de eso ella se salió, y yo me quedé adentro preguntándome de dónde vendría aquel manantial. Me estaba imaginando que posiblemente estaba parado en la entrada de una gran gruta por donde corría un río subterráneo. Estaba en eso cuando “Aura” empezó a ladrar. Salí a asomarme. Le ladraba a un Huichol. Lo digo con esa seguridad porque traía toda la vestimenta típica de la cultura Wiricuta.
El Huichol me vio pero no me habló, ni tampoco me dio tiempo de que yo le hablara. Deduje que ya tenía rato ahí porque no lo vi que tomara agua. Casi corrió en cuanto me vio. Fue una fracción de tiempo muy rápida que me hizo sospechar que se trataba tal vez de una aparición. Me asomé hacia la dirección que se había ido y no distinguí nada. Me quedé impresionado, pero después concluí que se trataba de una ruta milenaria que existía desde los tiempos cuando la Zona Arqueológica de Ixtlán estaba en la plenitud de su esplendor. Las antiguas culturas tienen muchos qué contarnos. Me quedé pensando así.
Seguimos subiendo el cerro. De ese modo llegamos hasta las antenas. Se miraba abandonado todo aquello. Fierros viejos como se vería una estación militar después de una guerra. Sin embargo, adentro de un cuarto que estaba sellado con cadenas y un enorme candado, adentro se encontraban todos los controles que hacían monitorear el buen funcionamiento de la antena. Nos estuvimos un rato ahí divisando todo el paisaje del valle, donde al fondo Ixtlán sobresalía enseñoreándose acariciada por sus famosos vientos.
Cometí un error en haberme detenido un rato allí. “Aura” empezó a gañir. Lloraba porque se le habían enfriado los músculos y tendones. No le di importancia y continuamos el recorrido para cruzar por encima de la cascada del “Pando”. Ya me andaba de sed. También a “Aura” y sus gañidos se hicieron más prolongados. La tuve qué abrazar. Cruzamos por encima de la cascada buscando un charquito de agua que nos pudiera quitar la sed y al mismo tiempo nos mantuviera con fuerzas para continuar adelante con excelente denuedo. No encontramos ninguno, y seguí caminando.
Quiso la suerte que nos encontráramos a unas personas de Rosa Blanca. Estaban haciendo carbón. Les pedí agua para los dos y me la dieron; y mientras nos miraban con esa sonrisa de amabilidad pintada en el rostro, “Aura” y yo saciamos nuestra sed. Ella en un tazón de plástico y yo en vaso también de plástico. No bebimos tanta agua. Sabía que de bajada no la íbamos a necesitar.
Les di las gracias y entonces sí nos fuimos. Agarramos por el camino del “Pando”. No obstante, “Aura” se seguía quejando. La tuve que abrazar de nuevo. Ya estaba oscureciendo cuando llegamos a la casa. De igual manera “Aura” cayó despatarrada en la suave tierra del corral.
Otro día muy temprano mi papá me despertó con la noticia de que se había muerto…
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