Un recuerdo chusco de los años setenta.
FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR
Creo que fue un mes de marzo, a principios de los años setenta. La primavera recién empezaba, y con ella, esas ganas tremendas de andar en el monte. Mi amigo Chago y yo, como casi a diario, nos fuimos de aventura acompañados de nuestro inseparable “Coronel”, un perro de pelaje negro con manchas blancas que tenía un olfato de primera. Nuestro objetivo: cazar ardillas. Y claro, saborearnos su carnita asada, que para nosotros era manjar.
Apenas íbamos caminando por el canal, cuando algo inesperado nos detuvo. Unas “tonguitas” pasaron por ahí, moviéndose como si fueran las dueñas del mundo. Chago alistó su resortera y yo, ni tardo ni perezoso, quise imitarlo. Nos paramos, firmes, listos para la acción… pero yo no me di cuenta de un pequeño detalle: estaba parado justo sobre un hormiguero.
La primera mordida llegó como aviso en el tobillo derecho. Un ardor que me hizo brincar. Y no pasaron ni segundos cuando una desgraciada hormiga decidió escalar más alto. Se metió hasta “ahí”, sí, por donde uno hace pipí. ¡Qué dolor, señores! Sentí como si me hubieran picado directo en el alma.

Entre risas nerviosas y brincos de dolor, seguimos el camino. Pero pronto noté algo peor: aquella hinchazón en aquellito hacía que, al momento de orinar, el chorro se desviara de rumbo. Yo quería apuntar derecho, pero la condenada agua se iba de lado y terminaba mojándome el pantalón.
Ya resignados a no encontrar ardillas, vimos unos nopales tiernitos en el paraje conocido como Las Higueras. Pensé: “Bueno, si no hay carne, al menos regreso con una sarta de nopales”. Con ingenio campesino amarré una navaja a una vara y me puse a cortar. Pero en el primer intento, ¡zas!, la navaja se desprendió, yo jalé de más y terminé cayendo de espaldas.
¿Y qué creen? No caí en tierra blandita… sino en una penca seca. Las espinas se me encajaron en las sentaderas como si fueran clavos benditos. El dolor fue instantáneo, y las carcajadas de Chago fueron aún más rápidas.
Aquel día regresé a casa con mi sarta de nopales, pero sin ardillas. Llegué molido, adolorido en el “aquellito” y en las sentaderas. Una verdadera jornada desastrosa, marcada para siempre por una hormiga traviesa y una penca traicionera.
Y lo peor, amigos, es que cuando lo cuento, todos se ríen a carcajadas. Pero yo les digo: “ríete, ríete… si quieres te presto la penca y la hormiga, pa’ que veas lo que se siente”.
Discussion about this post