Francisco Javier Nieves Aguilar.
Hubo un tiempo en Ahuacatlán en que los niños podíamos corretear libremente por las calles, sin miedo, sin prisa. Eran días en los que los automóviles eran pocos y el bullicio de la ciudad no había desplazado la calma del pueblo.
En ese escenario de inocencia y sencillez, conocí a un personaje que quedó grabado en la memoria de varias generaciones: Julián Pipí.
Su nombre era Julián, pero en Ahuacatlán nadie lo llamaba así. Su apodo se lo ganó porque, cuando le preguntaban de dónde era, él respondía con dificultad: «de Pipí», en lugar de Tepic.
Aquella peculiaridad fonética lo marcó para siempre, convirtiéndolo en parte de la identidad del pueblo, un personaje que, aunque marginal, todos conocían.
Julián no era un hombre común. Se notaba que tenía alguna discapacidad, aunque en aquellos tiempos poco se hablaba de ello.
Era indigente, errante de día y de noche. Su andar era pausado, como si cada paso le pesara más que el anterior.
Arrastraba los pies, usaba lentes de botella y para mantenerse en pie dependía de un bastón que parecía sostener no solo su cuerpo, sino también su existencia.
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Las autoridades municipales de aquel entonces le prestaron un cuarto en la plaza de toros «El Recuerdo», justo donde hoy se encuentra la escultura del toro, en la esquina de Morelos y Oaxaca.
Era un rincón modesto, pero le daba un techo bajo el cual guarecerse. Nadie podía decir que Julián era un hombre malo. Al contrario, su nobleza era evidente en su mirada triste y su voz casi muda. Hablaba poco, quizás porque el mundo nunca le prestó suficiente atención.
Yo vivía en esa misma cuadra, a unos pasos del comisariado ejidal, así que lo veía a menudo.
Su presencia se volvía parte del paisaje cotidiano, como si siempre hubiera estado ahí, con su figura encorvada y su caminar errante.
Nadie sabe con certeza dónde murió. Algunos dicen que fue en su cuarto de la plaza de toros; otros, que en algún otro rincón de Ahuacatlán. Lo cierto es que su recuerdo persiste, flotando entre la nostalgia de los que lo conocimos.
Dicen que, en las noches más calladas, cuando la luna ilumina tenuemente la esquina de Morelos y Oaxaca, se ve una sombra avanzar lentamente, como arrastrando los pies.
Algunos aseguran que es Julián Pipí, que sigue recorriendo las mismas calles que lo vieron vagar en vida.
Tal vez su alma se resiste a abandonar el pueblo que fue su hogar. Tal vez solo espera que alguien, entre susurros, vuelva a preguntar: «¿De dónde eres, Julián?»
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