Francisco Javier Nieves Aguilar
El marido era un hombre robusto, de la voz fuerte y los modales ásperos. Ella, la esposa, era una mujer dulce y delicada. Se habían casado. Nada les hacía falta en el aspecto material.
La mujer cuidaba de la casa y educaba a los hijos. Estos crecieron, se casaron y se alejaron de sus padres. Una historia como tantas. Pero cuando todos los hijos se fueron de la casa, la esposa perdió su sonrisa, se hizo siempre más sutil y casi transparente.
No podía ya comer y en poco tiempo no se levantó más de la cama. El marido preocupado la llevó a un hospital. Llegaron a visitarla los médicos y doctores más competentes y famosos. Nadie lograba descubrir el tipo de enfermedad que ella tenía. Sacudían la cabeza y se decían: “¿Quién sabe?”
El último especialista, que la visitó, le dijo por separado al marido: “Yo diría, con toda franqueza, que su esposa no tiene ya ganas de vivir. Es por eso que ningún remedio le puede servir”.
Sin decir una palabra aquel hombre vigoroso y grande, se sentó al lado de la cama de su mujer, la tomó de la mano y, con su voz fuerte, le dijo decididamente:
— Tú no morirás.
— ¿Por qué?– le preguntó con un hilo de voz su mujer.
— Porque yo te quiero y no puedo vivir sin ti.
Entonces, la esposa, sonriendo y con un filo de voz, le contestó:
— ¿Por qué no me lo dijiste antes?–; y a partir de ese instante la mujer empezó a sentirse mejor.
Y en efecto; no basta amar. Hay que expresarlo también. De nada sirve que ames a tu esposo o a tu esposa si no se lo dices, ¡Díselo!, ¡Díselo!, ¡Díselo! ¿O qué esperas?… ¿Acaso estas esperando verla o verlo en un ataúd para decirle cuánto lo amabas o la amabas? Hoy es en un día propicio para que lo expreses. Mañana puede ser demasiado tarde.























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