Omar G. Nieves
Hace tiempo que los politólogos dejaron el discurso de la explotación porque les era más atrayente ver cómo los socialistas y capitalistas se disputaban el poder en la guerra fría, y cómo ambos bandos trataban de controlar la hegemonía a través del control del Estado. Se puso en boga entonces el tema del poder.
Justificando su propio fin por medios a veces verdaderamente trogloditas, los gobernantes que pertenecían a uno de los dos bloques fueron olvidando sus objetivos en esta lucha, a la que muchos ponían la nominación de armamentista; y así, cuando se hubo apuntalado el capitalismo, los residuos socialistas quedaron constreñidos a mantener sus regímenes a toda costa, es decir, a costa de la libertad de sus ciudadanos.
Claro, no se trata sólo de eso. Múltiples factores contribuyeron a la conformación de estados autocráticos, como Cuba.
Sin embargo, el capitalismo por su propia naturaleza no ha podido superar sus contradicciones, sus injusticias y su carácter despótico. Que se haya perpetrado por un tiempo indeterminable, no quiere decir que sus problemas – antes el más importante era la explotación, hoy podríamos añadir el de la propia subsistencia humana –, hayan quedado arreglados.
Por ejemplo, después de la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética el análisis del poder cedió al estudio de la democracia, y a su consecución en países como el nuestro, donde el gobierno – en manos del PRI – mantuvo el sistema por medio de represiones, linchamientos, censura de la prensa, control de sindicatos, y en general, de forma autoritaria; pero con la alternancia muchos creyeron que se produciría el cambio social, el que la inmensa mayoría de los trabajadores reclama, pero que no se ha podido dar por ese gatopardismo que los políticos manejan hasta en el lenguaje, que reafirma la explotación y a su vez la oculta de la consciencia del proletariado.
Deriva de la explotación todo los demás problemas sociales, como el desempleo, la delincuencia, la inmigración, el analfabetismo, la falta de oportunidades, la depredación de la naturaleza, el atraso tecnológico, etcétera. Por eso, al hablar de democracia no se nos puede olvidar que no existe tal forma de gobierno sin la igualdad de oportunidades, y que tampoco podemos referirnos al poder, sin tener en cuenta que éste sirve a los que dominan a la clase trabajadora.
Cito ahora al maestro Sánchez Vázquez para mejor ilustración de estas reflexiones:
“No se trata de una encrucijada: ¿Maquiavelo o Marx? ¿Dominación o explotación?, pues en definitiva, no hay dominación sin explotación, de la misma manera que no hay explotación sin el dominio que permite mantenerla. Lo que está en juego en todo esto es el nexo entre relaciones de producción (económicas) y relaciones de poder (políticas)… El capitalismo es un sistema de explotación, pero es también un sistema de dominación de la clase explotadora… La separación de las relaciones de poder respecto de las relaciones de explotación, y la elevación de las primeras al plano de lo absoluto, hacen del poder un nuevo fetiche” (Ensayos Marxistas sobre historia y política; pag. 114).
Con la retórica de la democracia – electorera y formal – se nos quiere etiquetar en el lenguaje político como ciudadanos libres, distantes de toda explotación laboral. Los neoliberales son tan perversos, que ahora hasta en las reformas propuestas por Felipe Calderón en la Ley Federal del Trabajo al patrón se le quiere nombrar “empleador”, ungiéndolo como el bonachón que nos da el pan de cada día.
Resulta que ya no somos esclavos y que ya no hay amos. Que vivimos en la democracia y que el poder es de todos.
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