Una despedida sin lágrimas, pero con el alma rota; el adiós de Alfredo Varela a su compañera de toda la vida.
FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
Sentado sobre una tumba fría, a escasos tres metros del hueco que aguardaba el cuerpo de su esposa, Alfredo Varela gesticulaba. No lloraba, no se deshacía en lamentos… pero en sus ojos, en su frente surcada, en cada movimiento involuntario de sus manos, habitaba una tristeza inmensa, de esas que no necesitan palabras para doler.
Chole había muerto. Su compañera. Su aliada. Su todo. Más de 60 años compartiendo la misma mesa, la misma cama, el mismo techo… y ahora, por primera vez, la distancia: ella abajo, él arriba, aún vivo, aúnrespirando, pero con el pecho desgajado.

Volteaba a los lados constantemente. Buscaba quizá una mirada, un consuelo, o tal vez solo trataba de entender qué era lo que había pasado. Porque a veces, cuando alguien tan cercano se va, uno no termina de creerlo.
Sus hijos, serios y callados, se acercaban de vez en vez a él, queriendo ofrecer algo de alivio. Una palabra, una caricia. Pero Alfredo permanecía impávido, como si todo dentro de él se hubiera apagado.No, no lloró. Pero percibí en su rostro la congoja, el derrumbe, el grito mudo.

Se quedó hasta el final. Quiso acompañar a Chole hasta su última morada, como quien se niega a dejar que el amor se hunda solo en la tierra.
Ella fue una mujer admirable. Una ama de casa hacendosa, activa, de esas que ya no abundan. Se levantaba temprano, cocía su propio nixtamal y torteaba afanosa, con manos firmes y corazón contento.
Su comida sabía a campo, a historia, a cariño. Tuve el privilegio de probarla más de una vez, y no exagero al decir que en cada bocado se sentía su esencia.
Alfredo, su esposo, también ha sido un hombre del campo, hecho a la brega. Un trabajador silencioso, terco y noble. Juntos formaron un matrimonio ejemplar, de esos que enseñan sin decir una sola palabra.
Hace poco los visité en su casa de la calle Abasolo. Hablamos, como otras veces, de cosas viejas pero entrañables. Recordamos a “El Coronel”, aquel perro fiel que cazaba ardillas con una destreza envidiable. También revivimos la dulzura de aquel guayabo de pulpa blanca, tan sabroso que parecía mentira.
Ahora, con Chole ya convertida en ausencia, en recuerdo, en susurro entre hojas secas, solo queda honrar su memoria y abrazar a Alfredo —al que muchos conocemos como Fello—, y a sus nueve hijos, con el corazón lleno de respeto y solidaridad.
Desde este espacio, y con la voz quebrada por la nostalgia, envío un fraternal abrazo a toda la familia. ¡Ánimo, amigos!
Discussion about this post