Crónica nocturna de un duelo desigual.
FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
Anoche descubrí que en este mundo no todos los héroes usan capa… algunos tienen alas, zumban en clave de sol y se alimentan de sangre ajena.
Sí, hablo de un zancudo, pero no de uno cualquiera, sino de un espécimen que parecía graduado en la NASA, especialista en acrobacias aéreas y maestro en la ciencia de la desesperación nocturna; más astuto que el Juankji y Víctor Cortés juntos. Más veloz que mi amigo Jaime Almejo y que el doctor Toño Ruiz.

Yo, inocente, estaba acostado, a punto de entregar mi cuerpecito al arrullo del sueño, cuando de pronto: “zzzzzzzzz”. Ese maldito coro celestial me perforó los oídos.
El infame sobrevolaba sobre mi cabeza como si estuviera pilotando un jet privado. Pasaba por mis ojos, coqueteaba con mis orejas y luego se desaparecía como ninja.
Armado únicamente con mis manotazos de karateka sonámbulo, intenté atraparlo. Pero este bicho parecía tener Wi-Fi mental, porque adivinaba cada movimiento y se me escapaba con elegancia olímpica.
Yo ya parecía estar ensayando una coreografía de reguetón en la cama, como si fuese alumno de la Academia Palou: palmas por aquí, palmas por allá, y el condenado nada más esquivando con sonrisa invisible.
Lo busqué y lo busqué, pero nada. Juraría que hasta se burlaba de mí: hacía pasadas rasantes como avión de la Fuerza Aérea, luego se escondía, y cuando yo pensaba que ya se había rendido, regresaba con su molesto concierto zumbador.
En una de esas, el insecto se paró en el respaldo de un sillón y yo, inquieto, me atreví a tomarle una foto y se me figuró que hasta posó especialmente para mi. De nada sirvió el siguiente manotazo.
El reloj avanzaba y el sueño se me escapaba. Yo pensaba: “¿Será que este zancudo viene de una familia de genios? ¿Será acaso discípulo de Pedrito Nava? ¿O será que entrenó en Top Gun?”. Porque, de verdad, no había lógica en su habilidad para esquivarme.
Al final, acepté la derrota. Ese zancudo no era un simple insecto: era un filósofo alado, un artista del fastidio, un vampirito con posgrado en supervivencia.
Yo terminé despeinado, cansado y con la autoestima hecha pedazos. Él, probablemente, se fue a dormir feliz y satisfecho, dejándome un recuerdo imborrable: la noche en que fui vencido por un insecto de apenas dos gramos.
























Discussion about this post