Francisco Javier Nieves Aguilar
Aprovechando el puente del fin de semana, acudimos mi esposa y yo al salón de eventos de un céntrico hotel, en Ixtlán, a fin de participar en un curso de superación personal, impartido por el terapeuta Emilio Sánchez González.
Fueron dos días de intensas emociones; sábado y domingo. Los resultados, sobra decir, fueron muy satisfactorios.
Durante un receso pude conversar con Martín, con Jorge y con Felipe, con Teresa y con Quirino, con Oscar y con Gina y con otros cuantos más. Algunos de ellos, padre de familia, ya maduros.
Al finalizar una de las dinámicas relacionada con la relación padre-hijo, ocupé mi silla y me puse a meditar: Padres buenos hay muchos; buenos padres, hay pocos.
No es difícil ser un padre bueno; en cambio, no hay nada más difícil que ser un buen padre.
Un corazón blando basta para ser un padre bueno; pero la voluntad más firme y la cabeza más clara son todavía poco para hacer un buen padre.
El buen padre dice “sí” cuando es “sí”; y “no” cuando es “no”. El padre bueno sólo sabe decir “sí”…
El padre bueno hace de su niño un pequeño Dios que acaba en un pequeño demonio; el buen padre no hace ídolos, vive la presencia del único Dios.
El padre bueno limita la imaginación del hijo con juguetes de la tienda departamental; el buen padre echa a volar la fantasía del hijo dejándole crear un aeroplano con dos trozos de madera vieja…
El padre bueno atempera la voluntad del hijo ahorrándole esfuerzos y responsabilidades; el buen padre templa el carácter de su hijo llevándolo por el camino del trabajo y del esfuerzo.
Y así, el padre bueno llega a viejo decepcionado y tardíamente arrepentido… mientras que el buen padre crece en años respetado, querido, y es, a la larga, comprendido.
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