“Aquí nos dejó papá y aquí vamos a morir”, decían las hermanas Domínguez. No es que fuera terquedad. No; así es como fueron educadas. Una educación refinada y sumisa a la vez.
La finca en que habitaban estaba en muy malas condiciones, y a pesar de las sugerencias de la gente, estas hicieron caso omiso, hasta que llegó aquella noche del mes de mayo. Su empecinada obstinación fue la que al final de cuentas acabó con sus vidas tras haberse derrumbado su casa, ¡Falleciendo aplastadas!
La historia de Victoria y Nicolasa Domínguez es de muchos conocida, precisamente en la forma en que ambas murieron, en su domicilio que se situaba sobre el estrecho callejón que se localiza cerca del monumento a la bandera, muy cerca de donde se encuentra establecida hoy la clínica del Seguro Social y frente a la panadería de don Rafael Nieves, en la cabecera municipal de Ahuacatlán.
Eran las hermanas Domínguez un tanto reservadas, de complexión delgada y chaparronas. Tendrían alrededor de 70 años cuando ocurrió su muerte; una muerte que aun recuerdan muchos, por su peculiaridad y por otras cosas más.
Nicolasa y Victoria eran dos mujeres muy metódicas. La segunda de ellas se encargaba de hacer las compras, mientras que la otra permanecía en casa, cocinando, tejiendo sus costuras y vendiendo sus hierbitas, como orégano y hierbabuena, chayotes y estafiate.
La casa era de adobe, pero adobe grueso; sencilla pero con los gustos de aquella época, del estilo porfiriano, con sus respectivos ventanales y sus adornos bien recalcados. Sobre los muros de la sala exhibían unas cartografías, mientras que al fondo del corral se alzaba una pileta, la cual – dicen por ahí – se utilizaba para fabricar jabones.
Las hermanas Domínguez eran pues dos mujeres muy educadas, cultas y refinadas, descendientes de españoles; incluso durante un tiempo fungieron como maestras de lo que sería años después la Escuela-Hogar, antecedente de la escuela Fray Pedro de Gante. Ahí impartían clases de catecismo y de conducta religiosa.
En ocasiones especiales vestían de “Fichú”, con sugestivas prendas de fina seda; dadivosas por naturaleza, especialmente hacia las causas religiosas.
El peligro que se cernía sobre ellas fue captado por sus vecinos y conocidos y no fueron pocas las ocasiones en que trataron de persuadirlas de que abandonaran esa finca, pues se encontraba en muy malas condiciones. El techo de teja amenazaba con derrumbarse debido a lo endeble de las vigas y al caballete de madera.
Una, dos, tres, y muchas veces más se les advirtió del peligro; incluso se les invitó a que habitaran un cuartucho del único hotel que había en ese tiempo, el cual estaba ubicado frente a la casa de la familia Delgado, entre Hidalgo e Ismael Zúñiga. Pero ellas insistían: “Aquí nos dejó papá y aquí vamos a morir”.
Y en efecto. En una madrugada del 10 de mayo – época de los 60’s – ocurrió lo que tenía que suceder. De pronto se vino el techo abajo, con tejas y vigas de madera. Muchos escucharon el estruendo que produce un suceso como estos.
Don Heliodoro Ibáñez – propietario de una carnicería que se ubicaba muy cerca de ahí – acostumbraba a llevarles un poco de comida y tortillas, en un tupperware; pero esa vez, al apostarse junto a la puerta, descubrió que los rayos del sol se colaban fuertemente sobre la habitación que les servía como dormitorio. Luego daría aviso a la policía, iniciando hasta entonces las labores de rescate.
De esta manera comprobarían que las hermanas Domínguez ¡Habían muerto aplastadas! Ambas fueron sepultadas en dos féretros “corrientes”, según lo informó alguna vez el señor Felipe Montero.
Decían que en su casa ocultaban montones de dinero y que algunos albañiles de ahí se hicieron ricos, pero quien sabe.
La finca estaba sentada sobre un amplio predio; y ahora, en ese espacio podemos observar la clínica del Seguro Social y otras modernas construcciones donde constantemente se escuchan quejidos lastimosos, ¡Como si fuesen las mismísimas hermanas Domínguez!
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