El peligro de la discrecionalidad en el ejercicio del poder es la corrupción; el de apegarse al implacable rasero de la ley, el cometer una injusticia. Así lo he constado vez tras vez en experiencia propia y ajena; concluyendo, como ya algunos filósofos y estudiosos de la Biblia han sostenido: que los hombres somos incapaces de gobernarnos.
A la hora de individualizar la pena, el juez tiene que tomar en cuenta varios factores circunstanciales del delincuente: su educación, su historial criminal, y en caso de un delito patrimonial, su situación socioeconómica; el estado emocional que tuvo en el momento de cometer el ilícito, la planeación –en caso de haberla hecho–, sus motivaciones, la forma en que lo llevó a cabo, si actuó en solitario; y, con todo y eso, el jurisconsulto casi nunca toma en cuenta lo más importante: el arrepentimiento. Allende que, todavía hasta hace menos de una década, al menos en nuestro país, el juzgador, pocas veces escuchaba la declaración del inculpado o le tocaba redactar la sentencia, ya que como muchos abogados lo saben, el sistema penal permitía delegar tales responsabilidades en los secretarios, o, incluso, en otras personas. A mí me tocó proyectar sentencias en un tribunal federal siendo aún estudiante, por poner sólo un caso de ejemplo.
Teniendo en cuenta lo anterior, resulta que aunque la ley sea la misma para todos, es imposible muchas veces que ésta se aplique dogmáticamente con el mismo criterio, porque se cometería una injusticia. Empero, insistimos en que hacerlo con libre arbitrio casi siempre conlleva actos de corrupción, porque el ser humano suele estar condicionado por sus afectos, escrúpulos y valores. A mi modo de ver, la corrupción va más allá de obsequiar algo indebido a cambio de dinero, lo cual se me hace una descripción simplista del vicio, ya que para muchos les basta compensar la gracia que se otorga de manera ilegítima a cambio de satisfacciones meramente personales, cuestiones tan sutiles como el aceptar una mera adulación.
La injusticia como la corrupción está en todos lados donde está el poder. En el gobierno, en las universidades, en los centros de trabajo, en la televisión, en los partidos de fútbol, y, por supuesto, en los certámenes de belleza.
Sin embargo, en los últimos dos o tres casos, las repercusiones no deberían ser tan grandes, puesto que se tratan de elementales formas de esparcimiento o recreación. Aunque culturalmente sean significativas, por satisfacer una necesidad incluso anterior al conocimiento mismo, hay formas artísticas en las que en verdad valdría enfocarnos. Aunque ese ya es otro tema.
El punto es que los concurso de belleza, con todo y sus cambios, siempre estarán sujetos a la decisión final de una élite interesada en preservar sus intereses, como la prestigiosa marca de Lupita Jones, Mexicana Universal; la de una plataforma cada vez menos respetable, como la de la Reina de la Feria de Nayarit; o hasta el título menos prominente, como el de la Reina del Rancho de Las Flores.
Si una marca tan diamantina, como lo es Mexicana Universal, asume un veredicto hasta un par de horas antes de anunciarlo, e incluso de que las participantes desfilen en su última pasarela, ¿qué podemos esperar de un certamen como el de la Reina de la Feria de Nayarit?
Pero que no se me malinterprete, pues la inexperiencia de quien esto escribe le impide cuestionar la objetividad de las resoluciones; las cuáles seguramente tiene su justificada explicación. Sólo quiero hacer ver la imposibilidad de ser equitativos en una competencia que siempre será desigual.
COLOFÓN: No se enganchen. Fue un espectáculo más. Quién sabe si el último.
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