Viajar no era fácil, pero el deseo de superarse vencía al cansancio, al sol y a la espera.
Francisco Zjavier Nueves Aguilar.
Sentado en la sala de espera del Ómnibus de México, en Ahuacatlán, la memoria me jugó una de esas jugadas que solo se entienden con los años: me llevó de regreso a aquella década de los 70’s, cuando, mochila en mano y con muchas ilusiones al hombro, emprendía el viaje hacia Tepic para estudiar.
No era fácil. Cada día, de lunes a viernes, debía caminar desde el barrio de El Chiquilichi hasta el crucero, bajo un sol implacable, entre la una y las dos de la tarde.

Ahí empezaba otra espera: la del autobús, que podía ser de Norte de Sonora, Pacífico, Estrella Blanca, o, si la suerte sonreía, un Tres Estrellas de Oro.
Pero no siempre llegaban. A veces, la esperanza venía montada en las viejas camionetas de traslado, cuyos choferes, de vez en cuando, se apiadaban y nos daban el aventón a la capital.
El regreso tampoco era más amable. Caminar desde la universidad hasta la central de autobuses de Tepic, entre calles oscuras y veredas solitarias, era parte del ritual.
No siempre había lugar, pero los conductores, en esos tiempos, eran más tolerantes: nos permitían viajar de pie, a veces sujetos del compartimiento para equipaje.
Así, entre sacudidas, calor sofocante y olores nada agradables, cumplíamos con el objetivo: ir y venir para seguir estudiando.
El trayecto duraba alrededor de una hora y media, aunque a veces se sentía eterno, sobre todo cuando los autobuses se detenían en las rancherías a levantar pasaje.
No fueron pocas las veces que, frustrado, renegué porque no había autobuses disponibles. Esperábamos afuera de la central, no dentro.
El trato era directo: si el chofer accedía, el boleto era más barato—y el dinero, claro, iba directo a su bolsa. Éramos parte de un sistema alterno, de una trampa consentida, porque queríamos seguir adelante.
No. No era fácil trasladarse, ni a Tepic, ni a Guadalajara. Pero esos caminos, recorridos con sacrificio y voluntad, siguen marcados en la memoria como pruebas superadas que forjaron el carácter de toda una generación.
Hoy, los asientos son más cómodos, los horarios más puntuales, y el trayecto más breve. Pero en el fondo, cada vez que subo a un autobús, aún siento el peso de aquellas travesías. Porque a veces, más que viajar, lo que hacíamos era resistir con esperanza.
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