Francisco Javier Nieves Aguilar.
¡Ea!, ¡Ea!, ¡La colita se les menea!. Aún retumba ese grito en mi memoria, como un eco que se niega a morir, como un canto infantil perdido entre veredas y parcelas de maíz.
Lo gritaba con todo el pecho cuando me mandaban, dizque a espantar cuichis, iguanas y ardillas que rondaban por los surcos recién sembrados.

Tenía apenas ocho o diez años, pero me sentía —o intentaba sentirme— como un verdadero centinela del campo, armado con mi resortera y más valor en la voz que en las piernas.
Mi “centro de trabajo” fue allá, en El Coastecomate, acá por Ahuacatlán, justo frente a lo que hoy conocen como El Arca de Noé, en el camino hacia Amatlán de Cañas.
Aquel lugar, entonces sin nombre pomposo ni señalizaciones modernas, era mi mundo.
Las mañanas comenzaban temprano, a las seis y media, con el canto lejano de los gallos y la voz de mi madre diciéndome que ya era hora.
Desayunaba rápido —siempre lo mismo: frijoles y café de olla, muchas veces reciclado. Enseguida partía por entre el cerro, envuelto en el olor húmedo de la tierra y el susurro del viento entre los árboles.
Mi salario: cinco pesotes a la semana. Pero no cualquier moneda. Eran esas monedas grandes, pesadas, con la imagen de Morelos, que parecían prometer más de lo que en realidad compraban.
Irónicamente, más gastaba mi madre en el lonche conformado por una torta de frijoles y una botella de agua de la llave, porque en aquellos tiempos el agua de garrafón ni la conocíamos.
Aun así, esos cinco pesos me sabían a independencia, a orgullo, a un primer paso en un mundo que aún no comprendía del todo.
Iba y venía con la resortera colgando de la mano, caminando las veredas que bordeaban la cerca de piedra. La misión era clara: espantar cuichis, ardillas e iguanas.
Pero la realidad era otra. Apenas veía un animalito de esos asomarse entre los matorrales y yo salía corriendo con el alma en un hilo. “¡Patitas pa’ qué las quiero!”, me decía, conteniendo el llanto con la dignidad que solo un niño puede fingir.
Estas jornadas sucedían al comenzar las lluvias, cuando la tierra se abría al maíz y la esperanza. Y aunque era trabajo, lo vivía con una mezcla de miedo, emoción y un inocente sentido del deber.
El regreso a casa lo marcaba la corrida de las cinco, ese camión tropical de pasajeros que a su paso me decía que el día había terminado.
Fue este, sin duda, mi primer trabajo en este mundo matraca, como suelo decir. Ya luego vendrían los días de «alzar milpa» y «tirar químico». Pero esa es otra historia que, con suerte, les contaré en otro momento.
Hoy, casi sesenta años después, cierro los ojos y vuelvo a ser ese niño de piernas flacas y ojos grandes, gritando entre las matas de maíz con más sueños que certezas.
Porque hay recuerdos que no envejecen, que se guardan en el alma como monedas grandes de Morelos, brillando en la oscuridad del tiempo.
¡Qué tiempos aquellos!
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