FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
Hay momentos en los que el presente se abre como una ventana, y por ella se cuela un aire antiguo, tibio, que huele a tierra mojada, a caña recién cortada, a risas que ya no suenan, pero que siguen latiendo en el pecho.
Cada vez que tengo la oportunidad, busco el encuentro con los de mi generación o mayores. Nos sentamos a platicar como si en esas palabras se nos fuera la vida, o más bien, como si en ellas la recuperáramos.
Porque esas conversaciones nos transportan, como por arte de magia, a épocas de inocencia, a días en los que la alegría no necesitaba permiso y el tiempo se medía en risas y atardeceres.
Hace apenas unos días, en uno de esos regresos al alma, estuve conversando con Emilio, mi amigo del barrio de El Salto, en Ahuacatlán. Y como quien desentierra un tesoro, comenzamos a recordar la época dorada de los trapiches, cuando el pueblo entero se movía al ritmo del piloncillo.
Hablamos del molino «La Esperanza», de don Lauro Bañuelos; del molino «San Martín», orgullo de las familias Maldonado y Medina; del trapiche de «Los Limones», de «Los Mayates» y otros más que hoy existen solo en la memoria.
¡Qué bonitos tiempos aquellos! Cuando los caminos se veían llenos de remudas de mujeres fuertes y generosas, cargando el lonche para los jornaleros: bolsas repletas de comida hecha con amor, tortillas a mano, de maíz puro, refrescos de Pepsi, Coca-Cola, Fanta o Caballitos Aga. No importaba el cansancio: lo hacían con una devoción silenciosa, como si su esfuerzo sostuviera al mundo.
No solo llegaban en remuda. Muchos iban a pie, caminando con paso firme hacia esos trapiches donde los obreros sudaban la gota gorda, moldeando con sus manos el dulce oscuro de nuestra infancia.
Hombres de piel morena y curtida por el sol, calzando huaraches de correas comprados con Matías Jacobo, camisetas adquiridas con Las Parrita, y sombreros de con don Pascual. Eran parte del paisaje, parte del alma del pueblo.
Y nosotros, los niños, vivíamos un paraíso sencillo: zampándonos nuestro «caldo de caña», o nuestras «greñitas« aún tibias, jugando con los hilos de melado que se nos pegaban en las manos como si fueran caramelos líquidos. O simplemente mordiendo una caña pelada, de esa caña morada, de cáscara dura pero dulcísima, como si el universo hubiera concentrado su dulzura en ella.
Cuichis –esas pequeñas lagartijas– corrían entre los pies, las nopaleras rebosaban de verde, y los arroyos y canales llevaban agua clara, limpia, tan limpia que bastaba agacharse y beberla a sorbos, sin vasos ni miedo.
Entre los cercos de piedra iguanas y ardillas espiaban el mundo, como guardianas de una época que, sin saberlo, ya comenzaba a despedirse.
Fueron épocas hermosas, en las que todo tenía un sentido simple y profundo, donde la vida se sentía entera, completa, aunque no lo sabíamos.
Hoy, cuando cierro los ojos, me veo caminando entre esos caminos de tierra, escucho el rumor del molino y el silbido de alguien que regresa del campo. Me invade una nostalgia profunda, dulce como el piloncillo, punzante como la memoria.
Porque hay recuerdos que no envejecen, solo se esconden un poco, esperando el momento perfecto para volver a florecer en una conversación… o en un suspiro.
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