Un tributo a Agapito Nieves y Geña Aguilar.
ARTICULO:
El tiempo avanza implacable, pero hay recuerdos que permanecen intactos, bordados con la precisión de un sastre y cocidos al fuego de una hornilla de leña.
¡Cómo extraño a mis padres! Sí, ¡cómo los extraño! Sus nombres, sus oficios, sus enseñanzas siguen vivos en cada rincón de mi memoria.
Mi padre, Agapito Nieves, nació en Jala, Nayarit, en 1910, días antes de que estallara la Revolución. Hijo de Dionisio Nieves y Nicasia López, creció entre telas y costuras, hasta que decidió forjar su destino en Ahuacatlán, junto a sus hermanos Pablo, Juan Rafael, José Guadalupe, Olimpia y Elodia.
De espíritu autodidacta, aprendió el arte de la sastrería por sí mismo, con una paciencia y destreza admirables.
Lo veo aún en mi mente, con sus herramientas de trabajo: los trozos de jabón con los que marcaba las telas, la cinta métrica, la regla de madera, sus pesadas planchas de carbón y, por supuesto, su fiel máquina Singer, con sus cuatro cajones donde guardaba hilos, agujas, lápices y libretas.
Pero más que un buen sastre, mi padre fue un hombre de sabiduría y bondad, un amante del conocimiento que sembró en mí el gusto por la lectura.
Bajo la luz temblorosa de una bombilla de petróleo, me pedía que leyera en voz alta, reforzando mis lecciones de la escuela, con la paciencia y dedicación que solo un padre amoroso puede tener.
Mi padre murió en septiembre de 1994, en la clínica del ISSSTE en Tepic, a la edad de 84 años. Pero su legado sigue vivo en cada historia que recuerdo, en cada libro que leo, en cada hilo de memoria que tejo con su nombre.
Mi madre, Geña Aguilar, fue el pilar de nuestro hogar, una mujer de fortaleza inquebrantable que supo sortear la escasez con creatividad y amor.
Hija del revolucionario villista Abundio Aguilar y de Ana Díaz, originaria de Chihuahua, llevaba en la sangre el temple de una luchadora.
Le decían que era «hija de galleta», porque su madre, mi abuela, también había sido revolucionaria. Tal vez de ahí venía su carácter fuerte, su empeño en que nada nos faltara, su determinación para sacarnos adelante a pesar de las dificultades.
Lavaba ropa ajena, trabajaba incansablemente para alimentar a sus once hijos, cocinando con lo que había, con lo que podía.
Pero ¡Qué frijoles más sabrosos hacía”, cocidos al carbón o a la leña, en su humilde hornilla que tantas veces fue testigo de nuestras risas y nuestras penas.
Ella nos enseñó que el amor también se expresa con las manos, con cada tortilla hecha a mano, con cada plato servido con sacrificio.
Su partida en diciembre de 2013 dejó un vacío imposible de llenar, pero su esencia sigue en cada aroma, en cada recuerdo de aquellos tiempos de inocencia y pureza.
Hoy, encerrado entre cuatro paredes, la nostalgia me invade. Cierro los ojos y los veo a ambos, a mi padre tomando medidas sobre una tela, a mi madre soplando las brasas de su hornilla.
Sus vidas fueron de esfuerzo, y aunque ya no estén físicamente, siguen aquí, en cada hilo que cosió mi padre, en cada platillo que coció mi madre, en cada latido de mi corazón.
Porque el amor verdadero nunca muere.
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