El cuatro de febrero el diputado Pavel Jarero confirmó en entrevista para El Regional que las obras públicas dejarían de “etiquetarse” a través de los legisladores del Congreso de la Unión. La medida –explicó– forma parte del proyecto para la Cuarta Transformación de la que habla el presidente Andrés Manuel López Obrador para combatir la corrupción.
Desde entonces, los alcaldes han estado yendo y viniendo a la Ciudad de México; pero ya no para entrevistarse con los diputados, quienes junto a las constructoras predilectas de los políticos en el poder, conformaban un Club de Toby para repartirse las jugosas utilidades que obtenían por cada adjudicación. De tal forma que aquel empedrado de 500 mil pesos, venía con un presupuesto del doble, por aquello de ‘los ajustes en los precios’ de los materiales. Y esos ires y venires de los munícipes, ese tocar puertas ante los cubículos de los diputados todavía hasta el año pasado, se ha convertido en un trajín para ‘bajar’ los recursos del prespuesto de la federación ante las Secretarías de Estado.
Esta centralización e influencia del gobierno federal sobre los municipios, le permitirá al presidente de la república poner en práctica una de sus tácticas para combatir la corrupción: barrer las escaleras de arriba para abajo. Asear la administración del vicio de hacer negocios deshonestos al amparo de las obras públicas y el dinero del pueblo…
Pero, ¿cómo saber si los funcionarios de la 4T no caerán ante la tentación que deviene de un poder más concentrado? Si antes la habilitación de diferentes órganos para cumplir con el servicio público permeaba las finanzas, ahora nos encontramos ante el peligro de que la detentación de la autoridad suprema termine en el autoritatismo. Los visos de que así sea son muchos. ¿Valdrá la pena arriegar los mecanismos de control de nuestra democracia? La mayoría decidió que sí. El primero de julio le entregaron una escoba al Peje.
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