Como ilegal no me fue muy difícil traspasar la línea divisoria. Pudiera decir que corrí con suerte. De hecho fue una aventura emocionante; y al llegar a Los Ángeles no pude menos que achicarme ante aquella enorme urbe de freeways y grandes rascacielos.
El Coyote nos dejó en el sitio acordado. Cumplió su promesa. Por eso, Lucas y yo no tuvimos objeción en pagarle cada quien los 300 dólares que pidió por sus servicios.
En la ciudad Angelina fuimos recibidos por algunos paisanos. Entre ellos recuerdo al buen “Matute”, cuyo nombre correcto era el de Armando Vázquez, así como al “Nano” y a Sergio López Camacho; pero mis brazos fuertes sin duda alguna fueron Felipe y Abundio Aguilar, mis primos; sobre todo éste último, quien me dio albergue sin haberlo solicitado yo.
De esta manera, me instalé en una finca que se ubicaba en la zona centro de Los Ángeles, en la Second Street para ser más preciso –o segunda-, entre la Wilshire Avenue y… no recuerdo exactamente cuál, pero al parecer era la Alvarado.
Abundio nunca me exigió nada, pero yo me sentía apenado por no poder contribuir con los gastos de la casa. Me sentía un vil parásito, comiendo y durmiendo a costillas de mis primos, quienes se empleaban como trabajadores de una compañía dedicada a la construcción y reparación de techos –los roofing, como se le conoce por allá-.
Durante varios días solicité empleo en uno y otro lado. Me presenté en algunos restaurantes, también acudía a fábricas; pero nadie me aceptaba.
Por allá me reuní con Rogio Carranza, cuya amistad cultivé desde que trabajábamos en la panadería de mi tío Rafael Nieves, en Ahuacatlán. Y conociendo mi situación, éste habló con su patrón, quien a su vez era dueño de la “Panadería La Mexicana”. Sin embargo, tampoco corrí con suerte, aunque hubo la promesa de emplearme a las dos o tres semanas posteriores a la entrevista.
Los días pasaban rápidamente y yo cada vez me sentía más miserable, en una bulliciosa ciudad de grandes tragedias; lejos de mi tierra, sin un dólar en mis bolsas, sin trabajo. Parecía un paria, una escoria; y no fueron pocas las veces que me dieron ganas de mezclarme entre los negros para conseguir un mendrugo de pan.
Para colmo de males, el permiso que había solicitado al Cabildo, se agotaba. Por eso no me quedó otra alternativa que llamarle –vía telefónica– al Secretario Municipal, Alfredo Delgado, a efecto de que me ampliara el plazo a dos meses…
De vez en cuando acudía al mero corazón de Los Ángeles, simplemente para “matar” el tiempo y olvidarme de mi situación. Sin embargo nunca lo pude conseguir.
Recuerdo la ocasión aquella en que el hambre me acosaba pero en serio y, caminando por la “Olympic” divisé una “lonchera” –o puesto de lonches y tacos rodante-: introduje mi diestra en el bolsillo y solamente encontré 85 centavos: Dos “Coras”, tres “Dimes” y cinco “Penis”…
Revisé la lista de precios y leí: “Burritos, 85 Cts.”, ¡Justo lo que yo traía! Ni siquiera sabía cómo eran esos burritos. Lo que yo tenía era mucha hambre, por eso de inmediato pedí uno; y en cuanto me lo entregaron me senté a un costado de la lonchera, a la orilla de la calle.
De dos o tres mordidas me engullí el burrito; pero no encontré con qué “bajarlo”. Sentía que no traspasaba mi garganta; por eso pedí un traguito de “soda” a un fulano de Zacatecas, quien me miró con mucha desconfianza.
Los autos pasaban veloces y sus conductores se me quedaban viendo, como pordiosero. Y en realidad esa era mi apariencia. ¡Y ni cómo regresar a mi tierra!, ¿Sin dinero?….
Cierto día, mi primo Abundio me invitó a su trabajo; y así pude darme cuenta que sus tareas no eran nada fáciles. Había que subir enormes escaleras para acceder a los techos, cargando el material sobre los hombros. Yo de plano me declaré incompetente.
Una ocasión me decidí a subir, pero ya estando arriba pise en falso y por poco y me desprendo, en lo que hubiera sido una caída mortal. Afortunadamente me alcanzó a detener Felipe quien, para disipar mi susto, me ofreció una Budweiser.
Otra vez los acompañé a Hollywood para reparar un techo de una finca enorme, rodeada de árboles y al fondo una preciosa alberca. Su dueño, por lo que deduje, era alguna actriz, pues así lo demostraban las fotografías y cuados pictóricos que adornaban sus muros.
En fin, al cumplirse mes y medio de haber iniciado aquella aventura, mi situación era más que caótica. Todo me salió mal; por eso brinqué de gusto cuando unos paisanos me ofrecieron un lugar para regresar a Ahuacatlán. Ellos sabían que en mis bolsillos no bailaba un solo peso; de ahí que dispusieron no cobrarme nada por mi traslado; ¡Y todo por culpa de aquella méndiga gringa que me dijo: “Nou, nou, nou, usted no poder entrrar a los staros uniros”.
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