Me encanta recordar. Traer del corazón a la memoria aquellos recuerdos que me hacían feliz. Y uno de esos recuerdos es el de mi madre.
¡Cuánto aprendí de ella!; fue una mujer diligente y demasiado trabajadora, nacida en el seno de una familia modesta, hija de un revolucionario que formó parte de las huestes villistas y de una mujer oriunda de Chihuahua.
Don Abundio Aguilar, mi abuelo, era apenas un chamaco cuando conoció a mi abuela, doña Ana María Díaz.
No sé si haya sido el amor lo que unió a mis abuelos, o si fue algún capricho de mi abuelo, pues ustedes saben del talante de los soldados de aquellos tiempos. Cuentan que tenía apenas 12 años cuando mi abuelo emprendió la aventura.
De Ahuacatlán partió con tan solo un morral terciado al hombro. Había abrazado la idea de incorporarse al ejército de Pancho Villa, ¡y lo logró!
Sorteando obstáculos, llegó hasta Chihuahua y al parecer no tuvo mayores problemas para adherirse a las huestes del Centauro del Norte. Los revolucionarios le endilgaron el mote de “El Chamaco”.
Doroteo Arango se retiró a la vida privada, allá por 1920; y entonces mi abuelo Abundio decidió regresarse a Ahuacatlán.
Pero en sus andanzas –allá por Chihuahua– pudo conocer a mi abuela Ana, una mujer trigueñita de largas trenzas y ojos tristes; y con ella emprendió el regreso.
Entre ambos procrearon a cuatro hijos; dos de los cuales fallecieron poco después de haber nacido. Solo sobrevivieron Concha y Efigenia, mi madre, la menor de todos.
Mi abuelo se casaría después con doña Pachita Sánchez con quien procreó a Jesús y a Miguel, a Marcos y a Gabino, así como a Locha y a Concha, mis queridísimos tíos.
Mi madre cursó uno o dos años de primaria, cuando mucho; pero puedo afirmar que fue dueña de una memoria privilegiada, yY qué buena era pa´la matemáticas! Solo ella le entiende a sus números; sin embargo sus respuestas siempre fueron certeras.
Una madre abnegada, entregada por entero a sus hijos. No sé cómo se las ingeniaba para darnos de comer, pues los gastos eran muchos y el dinero que le entregaba mi padre era bastante limitado.
Por eso, en días como éstos, extraño el olor de su cocina, sus consejos, sus retos que me impulsaban a ser mejor y sobre todo, sus valores que acostumbro seguir por elemental congruencia.
El amor de una madre es incondicional, puro y total; es capaz de dar su vida, por darnos la vida. Practican la paciencia para enseñarnos a comer, caminar, vestirnos, bañarnos y hasta a andar por el mundo.
Recuerdos maternales a todos nos sobran. O cuando menos de la casa materna. Basta el recuerdo de una jarra con limonada bien fría, al volver de la escuela, para remontarnos al pasado.
O como me pasaba a mí, pues mi madre solía preparar casi todos los días una “ollota” de frijoles que mis hermanos y yo –éramos once, pero con el fallecimiento de Sera quedamos diez– comíamos con avidez al mediodía, y un rico café de olla que nos zampábamos por la noche, acompañado con sus respectivas galletas de animalitos; contaditas, contaditas, para que nos tocara a todos por igual.
Fue una excelente cocinera y era capaz de preparar los platillos más exquisitos al estilo casero.
Recuerdo, en especial, con qué esmero preparaba el mole de olla, los frijoles “aguaditos” con trozos de totopos nadando en la cazuela, el cocido, el menudo, el pozole, ¡hummmm!
La madre es entrega, devoción y cuidado. Por eso yo no entiendo ni acepto cualquier agravio contra ellas. Los hijos somos ingratos por naturaleza; y a veces nos rebelamos contra ellas, porque no comprendemos que, bien o mal, lo que hacen es por nosotros.
Para cuando comprendemos el sentido de sus actos, por lo común ya es muy tarde. Y el ciclo se repite, los hijos se rebelan contra nosotros. Somos de una estupidez incomprensible.
De ellas aprendemos lo que es el amor sublime, la ternura y el gusto por la vida. No hay, en el reino animal o humano, un ser más prodigioso que una madre. Aunque nunca lleguen a pisar un aula, es el ser más inteligente y preparado sobre la Tierra.
Saben de todo y todo lo intuyen. Saben cuando uno anda mal o en malas compañías y rara vez se equivocan. Si las mujeres, se dice que tienen por naturaleza un sexto sentido, yo digo que una madre tiene siete.
Sólo quiero recordar, por último, las primeras líneas de un bello poema que todos conocemos: “Si tienes una madre todavía, da gracias al Señor que te ama tanto”.
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