Trece años tenía mi madre cuando empezó a lavar ajeno y fueron al menos cuatro lustros los que permaneció yendo a los lavaderos que se construyeron a espaldas del cementerio, a unos cuantos metros del punto conocido como “El Salto”, de donde por cierto tomó el nombre el barrio que lleva su nombre.
Empezaba la década de los 40´s del siglo pasado. Mi abuelo, Abundio Aguilar, fraguaba entonces la posibilidad de convertirse en tablajero. La sociedad entera se estremecía con los enfrentamientos bélicos de la Segunda Guerra Mundial. Los principales diarios del mundo anunciaban el desastre causado por el lanzamiento de la bomba atómica, en Hiroshima, Japón.
A los habitantes de Ahuacatlán, sin embargo, no parecía importarles tanto la magnitud de esta guerra. Los campesinos empezaban apenas a estabilizarse como núcleo ejidal. La sociedad estaba impactada por las primeras unidades automotrices que empezaron a circular por las pedregosas calles del centro de la ciudad.
En tanto, varias mujeres, ajenas al mundo exterior, recurría diariamente a la zona de los lavaderos, entre ellas mi madre. No se conocían entonces las lavadoras; ¡Uh no!, ¡Qué esperanzas!
Era muy común observar a las mujeres cargar sus costales o chiquigüites repletos de ropa por el rumbo del panteón. No había malicias y la delincuencia era en realidad mínima.
El agua caía por gravedad almacenándose en un tanque de aproximadamente 64 metros cuadrados por metro y medio de altura. Veinte lavaderos en total, diez por cada lado. A veces se tenía que hacer fila para poder utilizar alguno de ellos. Ninguno tenía dueño; eran lavaderos públicos.
Algunas mujeres solían madrugar. Mi madre –contaba– lo hacía a las cinco de la mañana y su regreso estaba sujetado al monto de la ropa y a las condiciones del tiempo.
Los lavaderos ahí están todavía. El inexorable paso del tiempo los ha estropeado, pero no se han destruido todavía. Se trata de una construcción de aproximadamente diez metros de longitud, con estructuras de cemento y ladrillo.
Para lavar se utilizaban piedras planas de un metro de largo por 80 centímetros de ancho. Las mujeres –recordaba mi madre– tendían la ropa sobre un cerco de piedra que se encontraba enfrente y sobre el mismo zacate.

Mi madre Geña llegó a lavar la ropa de familias pudientes, como los Llamas y los Ontiveros, los Ulloa y los González, contándose también a la familia del bien recordado profesor Oliverio Vargas, quien alguna vez ocupó la titularidad de la Secretaría de Educación Pública en el Estado.
Anécdotas hay muchas, como la vez aquella en que mi hermano Felipe –quien entonces era un bebé– se acostó al lado de una serpiente, sin que mi madre se diera cuenta del reptil. Afortunadamente se le pudo rescatar a tiempo, sano y salvo.
Una ocasión, debido al cúmulo de ropa, mi madre se demoró y tampoco reparó en el fuerte aguacero que se abatiría minutos después. De momento no encontró la forma de regresar. Se resguardó bajo el techo de los lavaderos. A oscuras y con lluvia ¡A unos cuantos metros de las tumbas del panteón!
La tormenta –contaba mi madre– finalizó ya casi a las diez de la noche. A esa hora emprendió el regreso guiándose por la luminosidad momentánea de los rayos.
Para lavar usaba un recipiente que le llamaban “jumate”, es decir una jícara que se confeccionaba utilizando la parte inferior –de la mitad hacia abajo– de un bule, que es el fruto de una planta en forma de calabaza alargada y base ancha y el cual era muy utilizado por los campesinos y obreros para transportar agua fresca a sus sitios de trabajo.
También se utilizaba mucho el almidón, el cual servía para darle solidez a la ropa, lo que a su vez facilitaba su planchado.
En fin, insisto; los lavaderos aún siguen ahí. Al parecer existe un proyecto de conservarlos como reliquias, al igual que el paredón de fusilamiento que se encuentra en esa misma zona y del cual se dice servía para ajusticiar a algunos parroquianos… aunque este será el tema de otro artículo.
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